A las siete de la tarde su casa estaba tan vacía como cuando salió por la puerta doce horas antes. Con un café negro precipitándose en sus tripas como un río bravo, había bajado la escalera hasta la calle y se había metido en su furgoneta. De camino al mercado de abastos ensayó lo que iba a decirle cuando ella volviera. Ya sé que no tenemos pacto de fidelidad pero estaría más tranquilo si supiera dónde te metes, al menos llámame y dime que estás bien, que no te han secuestrado, que no te han matado y tirado al mar…
Pero no le podía decir eso. Sonaba a súplica y a ella no le pasaría por alto el reproche velado. Sería mejor no decirle nada. Hacer ver que no pasaba nada. Que se creía lo del curso de marketing para esa empresa que quizá había de contratarla para vender seguros.
Hacia el mediodía, con la frutería llena de clientas, alguien le había preguntado por ella. Estará en Barcelona toda esta semana haciendo un curso de marketing, había dicho él en voz alta para que todas lo oyeran, y sí, sus palabras corrieron por la calle como la pólvora y su tienda estuvo llena de clientas hasta que cerró. Siempre había tenido donde escoger y nada le impedía consolarse ahora de su soledad (si quisiera).
-No me quiero atar- había dicho ella cuando se enamoraron, (fue durante un baile en la plaza mayor del pueblo, ella que era de la capital había ido a pasar el verano allí con su familia, él nunca había salido de su pueblo).
-Ni yo –había dicho él, mientras una orquesta de fiesta mayor tocaba una canción antigua.
-¿Así que estamos de acuerdo en que aunque estemos juntos podemos acostarnos con quién queramos? –preguntó ella.
-Por mí sí –había dicho él mientras enredaba sus dedos en el cabello de ella.
-¿En serio? ¿Luego no me vendrás con escenas de celos?
-¿Yo, celos? No me conoces –había dicho él riendo.
-¿Me lo juras?
-Te lo juro.
¿Cómo iban a imaginar que lo que juraron aquella noche era un imposible? ¿Cómo saber a los veinte años que nunca tendrían la oportunidad de retirar aquellas palabras y que pasarían la vida fingiendo un desapego que ninguno de los dos sentía? Siguiendo esa misma falsa lógica ni siquiera habían tenido hijos. Y ahora, cuando ya no podría ni que quisiera, a ella le daba por quedarse embelesada contemplando a cualquier churumbel que entraba en la tienda y entonces él carraspeaba y ella volvía los ojos hacia él y sonreía y se apresuraba en hacer desaparecer de su expresión cualquier sombra de sospecha sobre una posible decisión equivocada que tomaron hacía treinta años y que ya no tenía remedio. Pero él era joven, cinco años más que ella y aún podría. Aún tenía los hombros anchos, los brazos fuertes, los instintos a flor de piel. ¿Qué le impedía irse con cualquiera de aquellas que llenaba su tienda? No estaban casados. No tenían hijos. Podría empezar de nuevo. Tener una vida normal. Sábados por la tarde, fútbol. Domingo, comida con los suegros. Navidades, discusiones con los cuñados. Llevar a los niños al colegio por las mañanas. Aún estaba a tiempo.
Echó la persiana a las siete de la tarde cuando el mar a lo lejos era una pátina violácea. En el salón, la luz del contestador automático parpadeaba. Mientras se abría una lata de cerveza, le dio al botón:
-Cariño, soy yo. Que el curso se ha acabado antes de lo previsto y mañana mismo vuelvo. Esta noche te llamo.
Se hizo una tortilla a la francesa y después de cenar se sentó en el sofá delante de la televisión y esperó a que sonara el teléfono. Hacia las diez, un timbrazo lo sacó de su estupor.
-¿No te habré despertado? –fue lo primero que ella dijo, sonaba muy despierta como si hubiera tomado diez cafés en lo que llevaba de día.
-No, no. Estaba viendo la tele.
-Oye, que mira, que el curso se ha acabado ya y vuelvo mañana. No hace falta que me recojas, iré en taxi desde la estación.
-Pero ¿el curso no era toda la semana?
-Ay, chico, parece que no tengas ganas de verme – decepción en su voz, y tras ella, el bullicio de cualquier calle de Barcelona, coches y taxis y autobuses pasando y llenando las calzadas a las diez de la noche. (Él detestaba Barcelona, por nada del mundo habría cambiado su pueblo por la ciudad).
-¿Te pasa algo? –siguió ella –estás raro. Ayer ya me lo pareció pero no te quise decir nada.
-Estoy bien –dijo él –así que vienes mañana, ¿a qué hora?
-Por la tarde, ya te lo he dicho, me cogeré un taxi desde la estación para que no tengas que dejar la tienda sola.
¿Por qué ese destello de felicidad en su voz? ¿Acaso no comprendía que lo estaba matando?
-Está bien –siguió él.
-Ay, amor, ¿qué te pasa?
-Nada, no me pasa nada –insistió él con impaciencia –que estoy cansado, eso pasa.
-Mira, iba a esperar a decírtelo mañana, pero como estás así, te lo diré a ver si te cambia el humor…
Ella hizo una pausa como para darle más efecto a lo que iba a decir a continuación, pero él sabía que nada de lo que ella pudiera decir haría que cambiara de humor.
-¡Me han dado el puesto de jefa de ventas!
Él no dijo nada. La línea chisporroteaba y en aquel momento un vehículo de envergadura dejó una estela de interferencia.
-¿Me has oído? ¡Que me han dado el puesto!
-¿Y ahora qué? –dijo él.
-¿Cómo que ahora qué? ¡Pues ganaré el doble! ¿Es que no te alegras?
-Sí, claro, enhorabuena –dijo él sin demasiado entusiasmo.
Independencia económica había sido otro de sus pactos. Cada uno tenía su propio oficio y beneficio, su cuenta corriente individual y los gastos del piso, etcétera, eran compartidos por los dos al cincuenta por cien.
-Mañana te lo acabo de contar todo –dijo ella –¡estoy que no me lo creo! Un beso, cariño, buenas noches.
Colgó el teléfono. A las once se fue a dormir. Quizá todo aquello del trabajo no era una mentira después de todo. Si él tenía algo claro era que el tiempo se encargaría de sacar la verdad a la luz. Mañana ella estaría en la cama con él y él, como un perro, intentaría husmear en su piel el rastro de otro y ella se reiría y le diría que le hacía cosquillas con la nariz, que se estuviera quieto, que tenía muchas cosas que contarle.
By Cstax, June 3, 2015. All Rights reserved.